REFLEXIONES
Cómo educar a nuestros hijos?
Nosotros, los padres actuales, tenemos dificultades para formar a nuestros hijos. Es un problema que se plantea en todo el mundo, más o menos con el mismo nombre: falta de autoridad.
Dicen que tenemos un sentimiento de culpa que nos impide poner límites. Primero, porque trabajamos demasiado (empujados por la sociedad de consumo compramos más cosas de las que podemos) de manera que compartimos poco tiempo con la familia. Segundo, porque en general somos divorciados, de modo que inevitablemente hemos provocado sufrimiento a los niños. Peor aún, nos hemos mostrado humanos, falibles, fracasados, furiosos, deprimidos, todo lo cual nos quita el pedestal de autoridad que siempre sostuvo a la figura de Papá y Mamá.
Sin duda esto es cierto. Pero algunos logran éxitos admirables.
¿Cómo hicieron, por ejemplo, Bill Gates (padre) y su esposa Mary para encarrilar a un muchachito insolente que en unos años se convertiría en el hombre más rico del mundo, un filántropo, un benefactor de la humanidad y un genio contemporáneo?
Gates era un típico abogado de provincias, con domicilio en la ciudad de Seattle. Su esposa, una esmerada ama de casa, que tuvo tres hijos y los educó con los típicos valores de la clase media estadounidense.
¿Cómo se vivía en la casa de los Gates? Metódicamente: todos se levantaban muy temprano. Mamá Mary los obligaba a estudiar con aplicación. Además, cada uno debía practicar un deporte y tocar un instrumento musical. Presentarse a comer a la hora indicada, correctamente vestidos, saludar a las visitas, ordenar su habitación, hacer la cama, etc, etc.
Muy temprano en la vida, Bill Gates hijo se reveló como un hijo-problema. Desordenado y desobediente, discutía todo lo que se le indicaba. A partir de los 11 años, las trifulcas con su padre, el doctor Gates, fueron resonantes. El padre era (y lo es ahora, a los 83 años) un hombre altísimo, de firme autoridad. Pero no lograba que el chico le hiciera caso.
Típico: lo mandaron al psicólogo a los 13 años.
- ¿Cuál es el problema, querido?- preguntó suavemente el psicólogo.
- Mis padres y yo estamos en guerra - respondió el chico.
- Ajá. ¿Y qué es lo que se discute en esta guerra?
- Sé discute quien manda. Si ellos o yo.
A los tropezones, los Gates fueron estableciendo algunos acuerdos con el adolescente infernal, según la clásica técnica del tira-y-afloja.
No faltaron momentos de alta tensión. Como una tarde, cuando el joven Gates contestó una impertinencia a su papá y éste, desbordado, le arrojó un vaso de agua a la cara.
- Gracias por la ducha - respondió el púber, sin que se le moviera un músculo.
De alguna manera lograron que el muchacho iniciara sus estudios en Harvard. Todo un logro, teniendo en cuenta lo difícil que había sido de muchachito. Pero los Gates tenían la virtud de no abandonar. Con discusiones, portazos, presiones sutiles y otras no tanto, mantuvieron la bandera con la divisa de su clase y su nación: estudiar, trabajar, madrugar, esforzarse, correctamente, puntualmente, prolijamente ... Por otra parte: ¿Qué desea un padre abogado para su hijo, sino un bufete igual, con la misma chapa?
Un día, Bill los sorprendió con la noticia de que abandonaba sus estudios en Harvard. "Una triste novedad para los padres, que habíamos impulsado con toda nuestra fuerza al hijo que amábamos. Sólo pretendíamos lo normal: que fuera a la facultad y trajera un título bajo el brazo".
En realidad, ya Bill Gates hacía cosas que no eran "normales" desde los 13 años. Pasaba la noche en la Universidad de Washington, usando las computadoras de la academia. Se empleaba como programador de una planta eléctrica cuando todavía no había cumplido la mayoría de edad. Nada escandaloso: sólo raro.
Finalmente, y para angustia de sus padres, dejó Seattle y se radicó en Albuquerque, Nuevo Méjico, para fundar una empresa con su amigo Paul Allen. Esa empresa era Microsoft.
El joven Allen empalmó su vida plenamente con la sociedad del conocimiento, la cibernética, la era de la PC, y se convirtió rápido en el hombre más rico del mundo.
Pero esto tampoco era lo que sus padres habían soñado. También resultaba un poco raro. Tan joven, tan rico, tan desmañado, y en una industria tan estrafalaria...
-No puede ser, Bill -decía la madre-. Una persona no puede ser millonaria, pero tan millonaria como vos, in ayudar al prójimo. Tenés que pensar en dar una parte de lo que ganas.
La prédica puritana de los padres, machacona como sólo los padres podemos serlo, acabó por agotar la paciencia de Bill Gates, que ahora era un hombre ocupado y estresado: "¡Basta por Dios, papá y mamá, déjenme en paz! Estoy tratando de hacer funcionar mi propia compañía..."
La madre de Gates murió en 1994. Su padre, el insistente abogado, inmune a todos los rechazos, siguió presionando a Bill para que donara una parte del dinero que estaba ganando. Porque su fama de millonario atraía pedidos del mundo entero: escuelas, asociaciones vecinales, ONG s, sociedades de beneficencia, hogares de huérfanos, asociaciones de caridad para refugiados, le dirigían cientos de solicitudes en todos los tonos. Pero era imposible atenderlos sin formar una empresa exclusivamente para ese fin, pues se trataba de administrar millones de dólares en beneficencia. Finalmente, Bill Gates hizo caso a sus padres. Primero, adelantó su propio retiro, que había planeado para los 60 años. Y segundo, designó a su propio padre, el tesonero abogado octogenario, al frente de la "Fundación Bill y Melinda Gates".
Este buen señor administra un fondo de 30.000 millones de dólares. Exclusivamente con fines benéficos. Por otra parte, el propio Gates hijo ya no hace negocios. Tal vez considere que, al día de hoy, hizo demasiados.
A mi modo de ver, estos dos padres duros como la roca y generosos como santos (nunca pidieron nada para ellos) transmiten con su conducta un mensaje para papás y mamás de hoy: aunque te digan antiguo, ridículo, autoritario, transmití tus sentimientos. Tus hijos acabarán por escucharte, aunque ya estés en la tumba, como la pobre Mary Gates. La educación también es una batalla que debemos afrontar sin pudor. Atravesando portazos y desplantes, visitas al psicólogo, situaciones que no comprendemos y que no nos gustan. Tesoneramente, hasta el fin.